Historia, historiografía e historicidad


Historia, historiografía, historicidad. Conciencia histórica y cambio conceptual (fragmentos)
Javier Fernández Sebastián

A finales del siglo XVIII y principios del XIX, coincidiendo con la Ilustración tardía, las revoluciones atlánticas y el auge y caída del Imperio napoleónico, el mundo occidental entró en un período de cambios incesantes y acelerados. Se produjo entonces una transformación decisiva que afectó a la mayoría de los conceptos socio-políticos fundamentales, e indirectamente también a las nacientes ciencias sociales. Al tiempo que se acuñaban términos nuevos referentes a movimientos políticos como liberalismo, conservadurismo, progresismo, republicanismo o socialismo, conceptos tan básicos como historia, sociedad y Estado iniciaron una nueva vida. Dicha transformación semántica vino acompañada de una nueva temporalidad, esto es, de una concepción del tiempo histórico alternativa a la anteriormente vigente, así como de la consolidación e institucionalización progresiva de las ciencias históricas, sociales y políticas (…).  La historia conceptual se inscribe en este proceso de historización creciente de la vida humana, y permite una mejor comprensión del cambio histórico, así como a la posibilidad de concebir modelos de temporalidad distintos al que asumimos como parte del sentido común (…).

1. Historia e  historicidad
Todos sabemos que la noción moderna de historia empezó a abrirse camino en la segunda mitad del siglo XVIII. Sobre ese cimiento conceptual se fue institucionalizando poco a poco ese conjunto de prácticas de investigación, escritura y enseñanza especializada al que llamamos historiografía, de modo que la centuria siguiente sería calificada a menudo como el «siglo de la historia». Así pues, podríamos decir que la historia como disciplina es hija del nuevo modelo de temporalidad o experiencia moderna del tiempo surgida de las revoluciones políticas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX (…)
Mientras que al comienzo del proceso «historia» significaba sobre todo el relato de acontecimientos sucedidos en el pasado a personas, instituciones o colectividades concretas, y más tarde empezó a referirse también al conjunto de los sucesos y experiencias de la humanidad a lo largo del tiempo —incluyendo el futuro y la totalidad de sus historias—, en el siglo XX terminaría por aludir además, especialmente en contextos de debate filosófico, a la naturaleza del hombre como ser histórico: enfrentado a una existencia finita, el ser humano va desarrollando su vida durante un tiempo limitado, abierto permanentemente a un futuro ignoto. Paralelamente, el término —mucho más raro— «historicidad», que en una primera instancia se refería a la cualidad de verdaderos que distingue a los hechos (supuestamente) históricos (esto es, a los hechos ocurridos realmente, frente a los sucesos ficticios, legendarios o míticos), pasó a entenderse de un modo mucho más profundo como una cualidad inherente a la existencia humana misma, puesto que el hombre va construyendo su mundo y se va construyendo a sí mismo en el tiempo en condiciones históricas cambiantes. Al final, la historia no era ya tanto un objeto externo al hombre, sino su sustancia más íntima, la manera humana de ser y de estar en el mundo. Y, consecuentemente, la historicidad pasó de ser un término libresco y una propiedad atribuible a los hechos a una noción existencial referida a la condición humana.
A comienzos del siglo XXI, en tiempos de transformación social acelerada y de incertidumbre, algunos teóricos han sostenido con buenos argumentos que estamos entrando en un nuevo régimen de temporalidad, que se caracterizaría por un insólito ensanchamiento del presente. Un cambio de horizonte que habría empezado a afectar a la historiografía de diversas maneras (por ejemplo, a través de un inusitado auge de la llamada «memoria colectiva»).

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